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viernes, 14 de agosto de 2009

El amor engrandece. G. K. Chesterton

El amor engrandece. G. K. Chesterton

Mi problema con leer a Chesterton es que cada vez que leo algo escrito por él siento la necesidad de escribir sobre eso, intentar desarrollar alguna frase o alguna idea de G. K. para poder compartirla con quien logre llegar hasta aquí. Es así como cada vez que leo algunos de sus libros termino garabateando ideas al lado de sus páginas hasta tener la hoja glosada casi en su totalidad, por lo que el libro termina pareciendo un cuaderno de estudios.

Leyendo y releyendo Ortodoxia me topé varias veces con Pimlico, un pueblo –o barrio- en la ciudad de Westminister en Londres al cual Chesterton describe como un pueblo feo, pero solo para explicar cómo puede tal pueblo crecer, o mejor dicho, cómo pueden todas las cosas crecer y qué es lo que debemos hacer para que estas crezcan y se engrandezcan para nuestro bien y el de todos.

Lo realmente grande que tiene GKC, al igual que Lewis, es que toman ideas simples, sencillas, fáciles de entender, y en base a ellas desarrollan ideas profundas, que puede uno entenderlas o no la primera vez, pero que, con la gracia de Él, van a quedar en la mente del lector sin que se de cuenta, y con el pasar de los días la idea se ira desarrollando hasta ganarse un lugar en su pensamiento, y todo por una especie de osmosis, bueno, probablemente esto sea un exageración pero ello me ha pasado a mi, innumerables veces.

Les dejo la parte del texto de Ortodoxia, transcrita de la traducción de Alfonso Reyes de 1917 (páginas 131-132)

Supongamos que nos hallamos frente a frente de una de las cosas más feas: por ejemplo, el barrio de Pimlico. Si pensamos en lo que mejor le conviene a Pimlico, el curso de nuestros pensamientos nos lleva hasta el trono del misticismo y la arbitrariedad. Porque el vecino no debe contentarse con desaprobar a Pimlico: más le valdría entonces degollarse o largarse a Chelsea, pongo por caso. Tampoco puede contentarse con aprobar a Pimlico, porque entonces Pimlico seguirá sendo Pimlico, ¡qué horror! Lo único que queda es –para los que puedan hacerlo- amar a Pimlico; amarlo con un amor trascendental, y, en cierta manera, ultraterrestre. Si saliese algún enamorado de Pimlico, acaso Pimlico llegase a ostentar torres de marfil y dorados pináculos; y Pimlico atraería por sí misma como atrae la mujer cuando es amada. Porque las decoraciones no tienen por fin esconder cosas horribles, sino el decorar cosas que son adorables por sí mismas. La madre no adorna a su hija con lazos azules pensando que sin tal adorno estaría horrible, ni el amante le da a su novia un collar para que con él oculte su cuello. Si hubiera quienes amasen a Pimlico tan arbitrariamente como aman las madres a sus hijos –porque son <>- en uno o dos años Pimlico sería más hermoso que Florencia; pero yo contesto que no ha procedido de otro modo la historia humana. Por eso, y no por otra causa es por que las ciudades se engrandecen. Retrocedamos hasta los confusos albores de la civilización, y veremos a los hombres amontonados junto a alguna peña sagrada o alguna fuente prestigiosa. Los hombres comienzan por honrar un sitio, y después van ganando gloria para él. No amaron a Roma por grande, no. Roma se engrandeció porque supieron amarla.


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